¿Qué día de la semana era el 14 de febrero de 1997? ¿Qué día será el 10 de junio de 2013? Muy listo sería quien pudiera decirlo. ¿Y el día 15 del mes próximo, o del mes siguiente? Varias operaciones de cálculo mental son necesarias para resolver este rompecabezas. Varias operaciones, es decir otras tantas fuentes de error.

Eso sí que es una paradoja: una noción tan usual como la fecha es un laberinto inextricable.

Imaginemos por un momento que contemos el tiempo del día como contamos el tiempo del año. ¿Qué pasaría? Tendríamos horas de duraciones desiguales, 47 minutos, 53, 61, 67 — preferentemente números primos para prevenir cualquier subdivisión. Estas horas se sucederían según un desorden estudiado que omitiremos detallar aquí para no aburrir al lector. Resultado: un día no estaría compuesto por un número entero de horas, sino por 23 horas y 28 minutos, 23 y 54, 24 y 17, 24 y 26 ¡y qué sé yo! Un día más adelante, no leeríamos la misma hora, y conseguiríamos orientarnos en este laberinto sólo por medio de tablas impresas. Llamaríamos estas tablas... calendarios.

¿Sonríe usted? Mire a un calendario. Es lo mismo. La escala es el año en vez del día. El principio es el mismo. A lo largo de un ciclo de cuarenta y ocho meses hay tres meses de 28 días, un mes de 29 días, dieciséis meses de 30 días, veintiocho meses de 31 días. Aparte de tres excepciones, la duración del mes nunca está en correlación con la duración de la semana. ¿Por qué hacer simple lo que se puede hacer complicado? Consecuencia: dos años consecutivos no comienzan el mismo día.

Por estar acostumbrados a él desde el nacimiento, ya no vemos la extravagancia de este fárrago. Mirada con un poco de perspectiva, la obra se nos cae de las manos. El que necesitemos un calendario nuevo cada año para orientarnos es en sí una barbaridad. ¿Cambiamos de reloj cada día? Por suerte no. Ahora veamos como ordenar este batiburrillo.